No es que las redes sociales no tengan un valor rescatable, pero en general no son un lugar para los niños. Si Instagram o TikTok fueran lugares físicos en tu barrio, probablemente no dejarías ir solos a tus hijos, aunque fueran adolescentes. Los padres deberían tener la misma capacidad de decisión sobre la presencia de sus hijos en estos espacios virtuales.
Quizá tengamos la vaga impresión de que eso es imposible, pero no. Hay una herramienta viable, legítima y eficaz a disposición de nuestra sociedad para empoderar a los padres ante los riesgos que conllevan las redes sociales: hay que aumentar el requisito de edad para el uso de redes sociales, y vigilar que se respete.
Para la mayoría tal vez resulte sorprendente que haya un requisito de edad. Pero la Ley de Protección de la Privacidad Infantil en Internet, promulgada en 1998, prohíbe a las empresas estadounidenses recolectar información personal de niños menores de 13 años sin el consentimiento de sus padres, o recabar más información personal de la que necesitan para operar un servicio dirigido a niños menores. En la práctica, esto significa que los niños menores de la edad determinada, no pueden tener cuentas en redes sociales, ya que los modelos de negocio de todas estas plataformas dependen de la recopilación de datos personales. Técnicamente, las principales empresas de redes sociales exigen que los usuarios sean mayores de 12 años.
Pero esa regla suele pasarse por alto. Casi el 40 por ciento de los niños entre 8 y 12 años usan las redes sociales.
Hay evidencia de que la exposición a las redes sociales presenta un daño serio para los preadolescentes y también para los adolescentes.
Los documentos internos de Facebook señalan algunas preocupaciones graves. “Se agravaron los problemas de imagen corporal para una de cada tres niñas preadolescentes”, mencionaron los investigadores en una diapositiva que se filtró. Los documentos también distinguían vínculos entre el uso habitual de las redes sociales con la depresión, las autolesiones e incluso el suicidio.
FUENTE: The New York Times